CRÓNICA DEL BAÑO EN EL CHARCO DE LA OLLA
El pasado 1 de julio fue mi tercera excursión con HARCA al Charco la
Olla. Como es habitual, nos reunimos en la Esquina de los Herreros y,
durante el camino, se unieron otras personas hasta completar un grupo de
quince caminantes con camino por andar.
Aunque nuestro objetivo continuaba, según comprobé más tarde, en su
lugar, sea por tratarse de una partida de andarines reducida, sea porque el
calor no castigaba tanto como en los días precedentes, el paseo se me hizo
corto, es más, también me pareció menguado a la vuelta. Comprobé que mi
calzado era normal y que no llevaba puestas las botas de siete leguas, noté
que empezaba a anochecer aproximadamente en la misma parte del
recorrido que en las ocasiones anteriores y era seguro que ni había tomado
alcohol ni ingerido, ni voluntaria ni accidentalmente, ninguna planta
alucinógena. Entonces intuí que mis percepciones espacio-temporales solo
podían tener una causa: la muy agradables compañía y conversación de las
que disfruté tanto a la ida como a la vuelta. Da igual quienes fueron mis
contertulios o los asuntos de los que hablamos, lo cierto es que viví uno de
esos ratos en los que parece desaparecer el tiempo porque son sensaciones
más plenas las que te envuelven.
El agua del charco estaba turbia, pero a casi todos nos dio igual. Lo que nos
hacía falta, su frescor, lo regalaba con generosidad. Casi todos los que nos
bañamos estuvimos a remojo hasta el momento de la merienda (o la cena,
que de ambas comidas podía tratarse; está bien, lo dejamos en merienda-
cena).
Entonces ocurrió lo impensable: nos pusimos a cantar y se produjo el
milagro (hay grabación): no nos parecíamos al Orfeón Donostiarra, pero
mis muchos gallos, tantos que podría haber fundado una granja allí mismo,
bien pasaron desapercibidos arropados por las otras voces, bien los otros
excursionistas fueron tan piadosos que no me los recriminaron.
La nota exótica la puso una tortuga que emergió para acompañarnos o, más
bien lo segundo, a comer el pan que le echábamos. Me puse contento
porque creía que las tortugas no pueden vivir en aguas contaminadas, pero
después he sabido que esas tortugas en concreto, autóctona de España, sí
soporta la contaminación. Así que nos habíamos bañado en aguas turbias
de las que ignoramos su grado de pureza. Da igual: nadie enfermó.
Crónica Juan Manyel Bernal Berrocal
Fotos: Juan Duarte Berrocal
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