Después de esto ya del tirón, cruzando olivares,bordeando una granja de cabras, atravesando un arroyo seco, llegamos a nuestra meta.
Es el momento de describir sonidos y olores: las ranas, que se escondieron nada más sentirnos y que no volvieron a croar hasta que se aseguraron de que nos habíamos marchado, un par de horas más tarde; el agua venciendo obstáculos y precipitándose con suavidad hacia abajo; el aroma del río, esa mezcla de barro, agua, vegetación, ese aroma que está ahí desde que yo lo recuerdo y que me golpea el alma cada vez que vuelvo a percibirlo, el hinojo, las adelfas, el matagallo, los juncos... el perfume más hermoso del mundo.
El charco, presidido por la gran roca, nos llamaba a saborear sus aguas frescas. No lo dudamos y entramos en él dispuestos a dejarnos acariciar por la corriente, El sol comenzaba a trasponer por detrás de los que prefirieron descansar en las rocas y disfrutar de la suave brisa.
La superficie del charco cambiaba de color según la posición del que lo observaba: si se miraba hacia el oeste era marrón verdoso, si nos situábamos hacia el este, plateaba.
Los sonidos también cambiaron y al murmullo de las aguas que se trasponian río abajo se le unió el griterio de los chiquillos y no tan chiquillos, el trallazo de los cuerpos chocando contra la superficie del agua, después de volar por breves segundos desde la roca, y los adjetivos de admiración que nos arrancaba la sensación del agua en la piel. era el merecido trofeo, el premio, el regalo que la naturaleza nos hacia gratuitamente con toda su generosidad.
Nos fuimos saliendo poco a poco, excepto los niños que dudaron más tiempo si aquel salto en "bomba" que hacían era el último o el antepenúltimo.
Texto: Mª Isabel Duarte Berrocal.
Fotos: Virginia Marquez y Juan Duarte.
GALERIA FOTOGRAFICA.
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