
Se me encarga la labor de realizar una crónica de la XIX Subida a Alcaparain. Poco más puedo hacer que explicar mis impresiones de tan singular aventura desde mi ignorancia del entorno que me rodea, ruego, pues disculpen los lectores las posibles imprecisiones en cuanto a los nombres de los lugares.

Cuando ya termino el sendero, temimos otra baja, que al final no se produjo, pues un asistente de 66 años muy bien llevados, tuvo un mareo considerable, pero gracias a la solidaridad y apoyo del resto de compañeros, que le asistieron, hizo fuerzas de flaqueza y culminó la cima. La subida fue ardua (y digo Subida con mayúsculas para darle la categoría qué se merece), pero no por ello menos hermosa.
Las vistas desde el Tajo de la Cabrilla son memorables e impresionantes, y la sensación de libertad y paza contagió a todos, ya reunidos por fin en la cima, de alegría y celebración por haber superado otro año más el reto, que en esta ocasión se vio fuertemente endurecido por las condiciones climáticas.




Cuando yo ya pensaba que todo el monte era orégano, y que la bajada seria coser y cantar, me dí con la realidad que orégano precisamente no había, sino "arbulagas" (aulagas) y matas espinosas en un camino de cabras donde a duras penas podíamos poner los pies sin clavarnos de todo por todo el cuerpo. Aun así mereció la pena, y una vez más la cooperación de los compañeros hicieron este trance más llevadero. Paramos a descansar al abrigo de la Cañada de la Búha, y admiramos maravillados los dientes de la vieja, (que menudos dientes más picudos e impresionantes tenía), escuchando de fondo los molinos de viento que rompían el silencio como aspas.

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